Pues sí, al final me decidí. Una novela erótica donde "mi Eva" decide pasar de los Adanes que pueblan su vida y probar todas las fantasías que se le ocurren. Peor no le puede ir, eso está claro.
Disponible en Amazon en formato digital y papel, apto para todos los que quieran leer sujetando el libro con una sola mano..y si me contáis vuestras experiencias con el libro os prometo leerlas desnuda frente al ordenador...
Un extracto para abrir boca :
"Dominada
El
tipo parecía simpático. Al menos por teléfono. Otra cosa era que
en las distancias cortas se acobardara o no respondiera a mis
expectativas. Que no eran muy altas, la verdad. Y Eva, es decir yo
misma, también era muy capaz de decepcionar, para qué engañarnos.
Hablaba
rápido y me hizo reir un par de veces tratándome con la
familiaridad propia de un vendedor de coches pero sin faltarme al
respeto. Me tranquilizó aunque habláramos de ser atada por un
desconocido y follada sin piedad mientras todos mis agujeritos
estaban a su merced y capricho. El hombre hablaba super cochino pero
me excitaba. Ahora creo que hubiera sido mejor follar a distancia que
conocerlo en persona pero tras intercambiar una docena de llamadas
las barbaridades que me susurraba cargado de excitación se empezaban
a repetir y ya parecía el momento de pasar a “producción”.
La
fantasía suprema de aquel individuo de voz algo aflautada era atar a
una mujer desnuda a la cama, bien abierta de piernas, y obligarla a
hacer de todo sin por supuesto permitirle emplear sus manos. Incapaz
de oponer resistencia se vería obligada a chupar, a ser follada y a
ser magreada. Mi fantasía coincidía con la suya. En mi caso añadía
tener los ojos vendados pero al final lo descarté porque quería ver
lo que me hacía. Iba a ser voyeur de mi misma.
Llamó
al timbre del telefonillo a eso de las seis de la tarde. Reconocí de
inmediato su voz. Aunque le abrí la puerta me entraron de repente
todos los miedos. Esperaba a alguien idealizado : limpio, educado,
seductor, guapo. Alguien que sabía que solo existía en mis
fantasías. Cuando el ascensor alcanzó el rellano ya solo esperaba
que no fuera un loco cubierto con una máscara de jugador de hoquei y
una motosierra en marcha.
Me
puse seductora con un conjunto super mono de braguita y sostén de
encaje negro, todo ello cubierto con una bata que parecía un kimono
con estampados orientales de pagodas, ositos panda y bosques de
bambú. Ya sabía que no iba a durar mucho tiempo sobre mi pero lo
hice para mi propio disfrute. Los mandriles no disfrutan de esas
cosas.
El
tal Carlos no era demasiado alto. Si acaso un poco más que yo,
aunque yo no soy gran cosa. Delgado y algo nervioso se peinaba de una
manera extraña de manera que se le había formado un kiki, una
especie de ridícula cresta, en la coronilla. Casi me echo a reír
cuando me di cuenta que estaba a punto de joder con el pájaro
carpintero.
Se
presentó brevemente y me dio dos besos mientras con una mano
golpeaba la puerta para que se cerrara tras nosotros. Ahora estaba a
solas con él y eso me intranquilizó un poquito. Por fortuna era un
hombre extrovertido y hablando de muchas cosas y de nada en
particular se calmaba y me calmaba. En un raro silencio puso sus
manos sobre mis hombros, me miró detenidamente y me dijo con voz
grave, demostrando que ahora hablaba en serio, que era guapísima.
Agradeciéndole
el cumplido le hice pasar. No me resultaba demasiado atractivo pero
tenía cierta gracia y yo por un buen chiste soy capaz de ofrecer mi
cuerpo. Soy así de divertida.
Le
senté en el sofá para ofrecerle algo de beber. No quiso tomar nada
lo cual me fastidió porque había preparado dos chupitos de Hierbas
de Ibiza que me vi obligada a tomar consecutivamente, Con el primero
me di valor, y eso fue bueno, pero con el segundo me achispé
ligeramente de manera que empecé a bajar la guardia. Ups y el
kimono se abrió de manera casual para enseñar mis piernas hasta
mucho más allá del punto en que se podían llamar así. Ups otra
vez y el kimono se desbarató para enseñar el precioso sujetador.
Carlos parecía tenso, incómodo. Sentado al borde del sofá parecía
una ardilla a la que han pegado el culo a la tela. ¿Sería que no le
gustaba a pesar de lo declarado en el recibidor? ¿Sería tal vez la
luz del comedor la que le había mostrado mi decepcionante realidad?
Podría haber corrido las cortinas pero no quería ser la Belleza de
las Penumbras. O me quería tal como era o no valía la pena que me
atara a la cama. Le estaba recordando una conversación muy cochina
que habíamos mantenido la semana anterior cuando me cortó de una
manera un tanto grosera :
- ¿Sabes si los controladores de la ORA pasan a menudo? Es que he dejado el coche sin el tiquet en la zona azul y estoy nervioso. Es que no soy de este barrio, no se cómo se las gastan aquí.
La
sorpresa me hizo tartamudear la respuesta. No, no lo sabía. Mi
coche, que utilizaba muy de tanto en tanto, permanecía guardado en
un garaje comunitario y no tenía experiencia al respecto. ¿Cuánto
tiempo pensaba tenerme atada si no había pagado el tiquet? ¿Iría
rápido para que la grua municipal no se llevara el vehículo? Le
expuse mis dudas sobre la seriedad de su propuesta. Follarme atada
requería cierto tiempo, a menos que fuera un conejo o un eyaculador
precoz. Se rió con ganas. “Carlos”, dijo como si hablara de un
tercero, “nunca paga la zona azul. Es un abuso que no estaba
dispuesto a consentir”. Me aseguró que no debía preocuparme, que
él era un “artista”, un profesional entregado a la causa, y
dicho esto le agarré por la mano para conducirle al dormitorio. Ya
estaba harta de tanta cháchara.
Me
ató a la cama sin quitarme ni las braguitas ni el sujetador. Para
ello extrajo del bolsillo interior de la america cuatro corbatas a
cual más fea. Me ligó a las patas del somier con lazadas suaves que
no me lastimaban las muñecas y los tobillos. Podría haberme
liberado con muy poco esfuerzo pero aún así me intranquilicé. No
dejaba de ser un desconocido dejándome sin defensa alguna. Me
imaginé viéndome desde las alturas de la habitación, dibujando una
equis sobre la cama bien abierta de piernas y de brazos. Por suerte
aún me cubría la ropa interior...pero no por mucho tiempo. El
pájaro carpintero me desprendió el sujetador y luego cortó mis
preciosas braguitas con unas tijeritas que había sacado de un
pequeño neceser que portaba en el otro bolsillo interior de la
americana. Me miró un largo rato entre las piernas, sin dejar de
alabar mi belleza. Giré la cara, tal y como solía hacer en mi
ginecólogo. En parte por vergüenza, en parte para que la lágrima
que me había provocado al destrozar mi ropa interior rodara hacia la
almohada.
- ¿Y ahora..?
Pregunté
para romper el embobamiento con que me miraba el conejito. Sentado en
el borde la cama tendió la mano hacia mi entrepierna y rozando con
delicadeza los labios me dijo que tenía que afeitarme, que tenía
algunos pelitos. Estuve a punto de gritar, “¿cómo?, ¿qué?”
llena de indignación. Hacía dos días que me habían depilado en mi
peluquería habitual y a la cera. Entonces comprendí que aquello
formaba parte de un ritual porque del mismo neceser de donde había
sacado las tijeras extrajo una maquinilla de afeitar de mujer y un
poco de crema. Tuviera el felpudo bien poblado o rapado al cero intuí
que el proceso hubiera sido el mismo. En cualquier caso no estaba en
condiciones de negarme.
Se
untó los dedos con la crema y me untó a conciencia. Me puso a mil
el muy cabrón. Luego con suma delicadeza fue afeitándome el pubis –
y sin esfuerzo, todo sea dicho – para acabar de esquilarme
repasando con meticulosa dedicación cada pliegue de mis labios. Para
entonces estaba tan mojada que sus dedos resbalaban cada vez que
intentaba abrir los espacios para sujetar la carne persiguiendo el
inexistente vello. Parecía no importarle. No cesaba en su empeño,
pinzando con dos dedos, abriendo con otros dos, una y otra vez, por
mucho que escaparan por la lubricación. Menudo magreo que sufrió la
madriguera de mi conejito. Cuando llegó al clítoris me tuvo que
pedir que dejara de menear la pelvis o me haría un corte de forma
accidental.
Respiraba
de forma entrecortada y su aparente indiferencia por todo lo que no
fuera el afeitado me estaba volviendo loca. Luego fue al aseo, agarró
una toalla y con premeditada calma fue retirando los restos del jabón
de afeitar. Con el pico de la toalla limpió los alrededores del
clítoris, los pliegues más escondidos y hasta el canal del placer.
Era una operación innecesaria pero tan placentera que me corrí como
si me hubiera follado durante horas. Miré hacia abajo y el coño
escupía agua como si fuera una fuente.
Cuando
pensé que ya había terminado la placentera tortura aflojó la
corbata de la mano derecha. Como si temiera que fuera a escapar, la
volvió a atar a la pata izquierda de la cama para retirar entonces
la otra atadura que llevó al extremo contrario. Quedé en una
posición extraña e incómoda hasta que repitió la maniobra con las
corbatas que ligaban mis tobillos. Ya totalmente boca abajo, Carlos
cogió un cojín del sofá y lo colocó bajo mis caderas. Así
mostraba mi bollito desde atrás, bien destacado. Volvió a decir que
tenía pelitos allí abajo. Mentira cochina pero no me indigné.
Desde luego que no. Extendió la crema de afeitar sin importarle mi
estremecimiento. Con el mismo cuidado, con la misma delicadeza, fue
afeitándome por detrás hasta perfilar el contorno del ano. Para
entonces ya estaba suplicándole que se desnudara, que me follara,
que me la metiera hasta el fondo, que me jodiera como una perra. No
olvidé ninguna palabra gruesa ni mención vulgar a su sexo y el mío.
En lugar de eso me dio de nuevo la vuelta asegurándose que estaba
bien atada. Del arsenal de placer interminable que portaba en la
americana surgió una pluma de ave. Con ella empezó a acariciarme
los brazos, el interior de los muslos. Rodeó mis pezones hasta
ponerlos duros y luego la bajó para recorrer con premeditada maldad
las inglés y el pubis evitando a pesar de mis súplicas tocar el
clítoris.
El
muy hijo de puta silenciaba mis demandas para ser follada con nuevas
torturas que empeoraban mi situación. Llegué a pedir entre lágrimas
que me liberara al menos una mano para poder machacarme el coño. En
aquella posición podría haber sido follada sin compasión pero en
lugar de eso estaba padeciendo una cruel castidad. Tras una hora de
juegos el tormento pareció llegar a su fin. Se empezó a quitar la
ropa hasta quedar desnudo. Arqueé la espalda y me abrí tanto como
pude para que la visión del rosa de mi sexo le impidiera echarse
atrás. Deseaba ser embestida de forma salvaje. Me había quedado
ronca de tanto implorar que me penetrara. Ya no me importaba, si es
que alguna vez lo había hecho, que no fuera atractivo, o que su pene
no fuera lo grande que me había prometido. Se acercó a la cabecera
de la cama y me lo tendió, con la piel retirada, para que se la
mamara. Me hizo daño el cuello de tanto estirar la cabeza para
alcanzarla. Apenas la podía lamer con la lengua bien estirada.
Lloraba por la desesperación. Subió a la cama y se puso de rodillas
entre mis piernas. Traté de atraparlo con mis rodillas pero no pude
cerrarlas lo suficiente. Entonces me anunció que ya venía. No
comprendí pero fue una ignorancia pasajera. Un chorro caliente
empezó a mojarme el sexo y la orina, que ahora se esparcía desde
allá abajo hasta mis pechos, se extendió por el lecho. Me volteó
de nuevo y empezó a orinar de nuevo sobre mi bollito, estirado
totalmente sobre mi cuerpo sin que quedara ni un milímetro de
espacio entre nosotros. Podría decir que me sentía humillada y
sucia pero no era cierto. El potente y caliente chorro, enchufado
directamente sobre mi placer, me hizo correrme una y otra vez. Fue
bestial.
Me
costó tiempo desprenderme del olor a meados y también en
recuperarme de los setecientos euros que me costó el colchón nuevo.
Nunca más pude volver a contactar con Carlos, aquel maestro del sexo
con el que nunca practiqué el sexo. Me había prometido magreos y
abusar de todos mis agujeros pero nada de eso ocurrió. Lo que pasó
fue en realidad mucho mejor. Sí, fue una lástima que no me volviera
a coger el teléfono, me hubiera gustado repetir..."


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